Según acostumbra, Guillermo Schmidhuber de la Mora ha publicado
un nuevo artículo (“Pertinencia actual de la primera biografía de Sor Juana Inés de la Cruz”, Estudios de Historia de España, XIX, 2017)
que repite lo dicho en trabajos anteriores. En este caso el objetivo es, a
través de —entre
otros artilugios— la
cantinela, descalificar la protobiografía de la Décima Musa escrita por el
jesuita Diego Calleja, que incluyó en Fama
y obras póstumas (Madrid, 1700) Juan Ignacio de Castorena y Ursúa.
Schmidhuber
torna así a presentar las débiles impugnaciones que ya le conocíamos de trabajos
precedentes. Como además de la redundancia se obstina en hacer oídos sordos a
algunos de los inconvenientes que he sorprendido en su exégesis, me veo obligado a caer en
la misma práctica insistente y, con la esperanza de ser finalmente atendido, volver
a recordárselos.
Nuestro
crítico presume que su artículo (p. 225) “aclara” con “datos históricos” la que
él llama “información no confiable” de la biografía de Diego Calleja. Empero, aunque
es cierto que varias de las noticias que ha aportado en los últimos tiempos afinan
determinados aspectos del escrito del jesuita, también lo es que, hasta el día
de hoy, la generalidad de los informes que éste ofrece se muestra sólida y
confiable.
Entre las
primeras se hallan los documentos referentes a la procedencia canaria de la
familia paterna de la poetisa, que el investigador dio a la luz en su libro de
2016, Familias paterna y materna de Sor
Juana. Hallazgos documentales. Entre los segundos están los que, pese al
pertinaz propósito de refutarlos, Schmidhuber de la Mora no ha logrado menoscabar.
En este
sentido y de acuerdo con él, en el texto de Calleja sobresalen seis “omisiones”
(sic, p. 227). La primera de ellas
(que luego llama “desaciertos”, p. 231) sería que “en la protobiografía se afirmó que el
lugar de nacimiento del padre de sor Juana fue en la villa de Vergara,
provincia de Guipúzcoa” (p. 231), cuando en realidad provendría de “las Palmas de
Gran Canaria” (p. 233). Aunque los papeles
de Schmidhuber apuntan en esta dirección, es de notar que la indicación
de Calleja no resulta tan “desacertada” como el crítico quiere hacernos creer pues,
cual bien indica él mismo, “la tercera abuela Jerónima Lezcano pertenecía a una familia de Guipúzcoa,
del linaje de los Oñacinos” (p. 233). Si el jesuita era culpable de tantos
“desaciertos”, se pregunta uno, ¿cómo atinó con un dato de la familia de la
Fénix tan específico como éste? (hay que estar a la mira de que el propio
Schmidhuber confiesa en su libro Familias…
—p. 33— que “es un hecho de que [sic]
no contamos hoy con documentos que
prueben el lugar de nacimiento del padre de Juana Inés”, por lo que, a fin
de cuentas, Calleja podría muy bien estar en lo correcto y el progenitor de la
Décima Musa haber nacido efectivamente en Guipúzcoa). Es evidente que Calleja poseía
mucha mejor información de la que nuestro académico está dispuesto a aceptar
(en la p. 254 de su artículo asegura que el padre de la poetisa no se llamaba
“Manuel”, como don Diego dice —tercera “omisión”—, mas en su libro Familias... (p. 35, n. 8) propone la
hipótesis según la cual “Manuel” sería una “transcripción paleográfica errónea
del apellido de la madre «Mayuelo»”, concediendo así, en cierto modo,
credibilidad al protobiógrafo. En cuanto a la segunda “omisión”, cualquiera que
lea los documentos de la época descubrirá escrito claramente el apellido “Asuaje”
y no “Asbaje”, como lo trae Calleja; sin embargo, quien no comparta el afán desacreditador
de Schmidhuber de la Mora no tendrá dificultad en perdonar un error (o, mejor, quizá
una errata) que no es de capital importancia; cf., v. gr., mi biografía Sor Juana Inés de la Cruz. Doncella del
Verbo, pp. 46-50).
Según el
exégeta, la cuarta “omisión” (que, en realidad, serían dos) del jesuita
consistiría en la fecha de nacimiento de Sor Juana y en “no dejar constancia
escrita del amasiato que tuvieron sus padres porque nunca contrajeron
matrimonio eclesiástico [sic]” (p.
227).
Sobre la primera
particularidad de este cuarto “desacierto”, para no seguir la costumbre del
sorjuanista y no repetirme, remito al lector a lo que argumenté anteriormente
en Sor Juana: su familia y el año de su nacimiento. Tan sólo hago ver dos cosas:
1)
Contra don Diego, que asevera que la
monja jerónima nació en 1651, Schmidhuber persiste en afirmar que fue en 1648,
a pesar del dato histórico de la fecha natalicia (1649) de Josefa María, su
hermana, que lo desmiente. De tal manera,
quien acusa al biógrafo de proporcionar “información no confiable” busca librar
el infranqueable obstáculo que tiene delante recurriendo al artificio de desestimar
descortésmente la declaración de Josefa María relativa a su nacimiento en 1649.
En efecto, con la horterada de que “no es confiable la información de la edad
de una dama dada por ella libre y públicamente [?] en la boda de una hija” (p.
240, n. 27), el investigador propone, sin
ningún fundamento, “acepta[r] 45 [años] de edad” (ibid.), de modo que “ella nacería a inicios de 1647” (ibid.). A todas luces, esta petición de principio no es digna de
atención y no deja bien parada la intentona de quien se ufana de basarse exclusivamente
en documentos (en la n. 24 de la p. 237 había sentenciado que “nunca se ha de
aceptar la edad proferida oralmente y sin validez oficial”).
2)
Una añagaza semejante practica el
académico con la partida de bautismo apócrifa que él, con la ambición de desechar
de una vez por todas la data de 1651 aportada por Calleja, quiere hacer pasar
como de una hermana de Sor Juana. En mi citado artículo le expliqué a
Schmidhuber de la Mora que dicho papel no sirve a sus propósitos porque en él
la que quizá sea la madre de la
poetisa, Isabel Ramírez, aparece como
madrina. A pesar de ello, el investigador, sin medir las armas conmigo, ha
seguido promocionando su fallida teoría. Algo, sin embargo, le ha hecho mella,
pues en este nuevo artículo suyo cree haber encontrado la solución al
insalvable escollo de un documento que no cuadra con sus intenciones. De pronto
se le ha ocurrido que puede solucionar mi muy seria objeción argumentando que la
falsa hermana de la poetisa “acaso murió al nacer por aparecer el nombre de la
madre como madrina y no haber otro registro histórico de ella” (p. 237). Es
asombroso cómo nuestro hermeneuta, en lugar de ceder ante las evidencias de su
yerro (cual la propiedad académica dicta), se obstina en él, y violenta la
interpretación para que “encaje”. Porque resulta palmario que si Schmidhuber no
encuentra “registro histórico” de la niña de la fe de bautismo que presenta, se
debe a que no lleva los apellidos de la familia nuclear de Sor Juana, en tanto no
pertenece a ella. De nuevo ocurre que quien culpa a Calleja de ofrecer
“información no confiable”, pide a sus lectores que se conformen con una serie
de extravagantes elucubraciones. Nótese, justamente, que la “solución” del
sorjuanista hace agua por todas partes, puesto que, como ahora entiende que la
Iglesia no permite que los padres del bautizado sean sus padrinos (cf., p. ej.,
el canon 874 § 1, 5, del Código de derecho canónico), lanza una especulación según la cual
la niña de la fe de bautismo apócrifa “acaso murió al nacer”. Por supuesto,
esta especulación no soluciona el problema, porque si nació muerta no podía ser
bautizada, y si nació viva y era ineludible bautizarla de inmediato, ni
necesitaba padrinos (véanse aquí las funciones de éstos) ni, en caso de
habérselos proporcionado, imaginaremos una situación tan fuera de la lógica como
la que insinúa Schmidhuber, en la que, en ese momento y lugar, no había más candidato
al padrinazgo que su propia madre.
La segunda particularidad del cuarto “desacierto” del biógrafo
de Sor Juana sería, acorde con su crítico, “no dejar constancia escrita del
amasiato que tuvieron sus padres porque nunca contrajeron matrimonio
eclesiástico” (sic). No es difícil
preguntarse si esta “omisión” es fruto de la caballerosidad de don Diego, que
no quiso mancillar la memoria de la Décima Musa, o lo es de una información que
no poseía (tal vez porque son cosas que no se cuentan así como así). De
cualquier forma, el editor del escrito del jesuita, Castorena y Ursúa, que
conocía a Sor Juana personalmente, lo alabó por su “lacónica
profundidad”, su “mucha madurez” y su “grave
concisión en lo histórico”; es decir, por, según esto último, centrarse en
lo fundamental. Aparentemente, Schmidhuber considera fundamental conocer si la
poetisa fue hija natural o no (en rigor de verdad, es un tema aún no aclarado
cabalmente, porque en los documentos legales de la época Juana Inés aparece
como “hija legítima”; cf., v. gr., la p. 243 del artículo de Schmidhuber). Si
bien he tratado el asunto en mis detalladas biografías de la madre Juana, en lo
personal discrepo del hermeneuta.
El quinto
“desacierto” de Calleja, según él, es “no haber mencionado que la joven entró
primero al convento de las carmelitas descalzas de la ciudad de México y a los
tres meses salió por propia voluntad e ingresó tres meses después al convento
de San Jerónimo” (p. 227). Más allá del carácter de “lacónica
profundidad” y
“grave concisión en lo histórico” de la protobiografía, hay poco que agregar
al respecto. Juzgue el lector si esta “omisión” resta credibilidad a quien,
además de brindar detalles únicos de la
vida de Sor Juana, desarrolla tan puntualmente otros.
Finalmente, el
sexto “desacierto” que Schmidhuber imputa al jesuita es “haber afirmado que el
deceso de la monja fue debido a una epidemia” (p. 227). A un dramaturgo como
Schmidhuber no debería resultarle extraña la utilización del tropo llamado hipérbole, cuyo fin es, según Helena
Beristáin (Diccionario de retórica y
poética), intensificar la “evidentia”
en la dirección —en este materia— de aumentar el significado. Por eso cuando
Calleja refiere que “entró en el convento una epidemia tan pestilencial, que de
diez religiosas que enfermasen, apenas convalecía una”, lo que debemos entender
es lo que el propio biógrafo especifica a renglón seguido: “era muy contagiosa
la enfermedad”. Y tanto lo era que Sor Juana iba a contraerla y morir por ella.
La enfermedad —busca manifestarnos don Diego— causó una gran mortandad en el
convento; lo diezmó. Nuestro
investigador argumenta que se trata de una “estadística falsa” (p. 246), pues
en abril de 1695 “únicamente” se registraron tres defunciones (incluida la de
la poetisa). Empero, antes habían fallecido cuatro, una de ellas el 20 de marzo
(cf. Guillermo Schmidhuber de la Mora, De
Juana Inés de Asuaje a Juana Inés de la Cruz. El libro de profesiones de
convento de San Jerónimo de México, p. 31). Si se considera que el número
de monjas era entonces de 85 (ibid., p.
29), el de las que fallecieron (porque hay que agregar el de las convalecientes
y el de las novicias y el de las mujeres que vivían en el monasterio sin ser
religiosas) no parece tan despreciable como para desdeñarlo con un simple
“únicamente”. De cualquier modo, resulta que, cual hiperbólicamente Calleja
desea hacernos saber, sí “era muy contagiosa la enfermedad”, porque en espacio
de semanas segó la vida de cuatro monjas.
Además de lo
anterior, el designio de Schmidhuber de la Mora queda claro cuando en su
artículo (p. 246) llama “casi hagiográfica” a la narración del jesuita de la
muerte de Sor Juana. De acuerdo con él, ésta “no puede ser leída ni menos
citada de la misma manera en el siglo XXI” (ibid.).
Resulta meridiano que es precisamente este aspecto de la muerte piadosa de la
madre Juana lo que, compendiado en la calificación peyorativa del término
“hagiográfica” (a la usanza del sorjuanismo jacobino), le interesa desautorizar.
Efectivamente, todos sus esfuerzos anteriores se encaminan a demeritar la
inapreciable crónica de la entrega final cristiana de la Décima Musa hecha por
Diego Calleja, de modo que si el biógrafo hasta aquí nos habría dado —como el
académico pretende— “información no confiable”, en lo restante debería ser
igual.
Pero basta lo
antedicho para confirmar que, ciertamente, la relación del deceso de Sor Juana “no
puede ser leída ni menos citada de la misma manera en el siglo XXI”, porque, a
diferencia del amor a la verdad de los autores del siglo XVII, el desprecio hacia
ella de los actuales queda manifiesto en el voluntarismo y la agenda ideológica
que venimos repasando.
Una muestra más
la tenemos en las contradicciones e inconsistencias de Schmidhuber de la Mora relativas
a los informantes de Calleja. Por un lado, lamenta que Castorena haya destruido
la biografía de Sor Juana que él mismo había compuesto para sustituirla en la
edición de la Fama con la de Calleja
(p. 247), motivo por el cual “consideramos una pérdida irreparable el no tener
hoy esa primera aproximación biográfica porque hubiera servido para cotejar la
información de Calleja y, lo que sería valiosísimo, un documento para
comprender la personalidad de sor Juana desde la perspectiva de un intelectual que
la había tratado en convivencia cercana” (ibid.).
Por otro lado, sin embargo, el estudioso
asegura que fue el propio Castorena quien le proporcionó al protobiógrafo los
informes sobre el final de la existencia de Sor Juana: “el mayor número de párrafos
es dedicado a la vida ascética de los últimos años de la vida de la monja, tema
del que carecía información Calleja, salvo
acaso comentarios de Castorena o de algún otro jesuita” (p. 249). Es
palmario que si Castorena —quien, en efecto, “había tratado en convivencia
cercana” a la madre Juana— cambió su biografía por la del jesuita español fue
porque concordaba con el contenido. Repitamos: don Juan Ignacio consideraba que
el nuevo relato “con lacónica profundidad, con mucha madurez en lo preceptivo y
grave concisión en lo histórico, engaza[ba] elogio y autoridad”. Sus palabras y
acciones avalan la veracidad del manuscrito reemplazante y —citando al
articulista— sirven “para cotejar la información de Calleja” (p. 247). Aparte de
esto, no sólo don Diego testimonió el final virtuoso de Sor Juana. Schmidhuber se
deja en el tintero el hecho de que hay otros cronistas de la época que lo
rememoran; por ejemplo, el propio Castorena en la Fama, y Juan Antonio de Oviedo en su biografía de Antonio Núñez de
Miranda, (cf. mi libro La hora más bella
de Sor Juana, p. 17, n. 18).
Los esfuerzos
de Guillermo Schmidhuber de la Mora por sacar a Diego Calleja de la jugada y, mediante
este recurso, tener la vía libre para reescribir la biografía de la Décima Musa
según el antojadizo talante del siglo XXI, conllevan —ya lo dije— serias
contradicciones e inconsistencias. Entre ellas, además de las anteriores, está
el hecho de que nuestro hermeneuta autoriza los datos del escrito del jesuita ad libitum. Verbigracia, tras haberlo
descalificado ferozmente como biógrafo, admite la validez de ciertos datos que únicamente
él ofrece. Así, el episodio del primer poema conocido de Juana Inés, y el de su
examen en la corte del virrey (p. 248). ¿Se puede creer en Diego Calleja cuando
conviene y dejar de hacerlo cuando no?
Si se ve el cuadro de la página 249
de su artículo, es innegable que, en lo que respecta al final de la vida de la
monja, el investigador decidió caprichosamente qué párrafos de la
protobiografía provienen de qué informador. Justamente, porque ni él ni nadie
sabe hogaño de dónde obtuvo el jesuita dichos datos (ni mucho menos si es un
“tema del que carecía información Calleja” —ibid.).
A Schmidhuber le interesa debilitar esta sección del texto del jesuita para que
su interpretación anticatólica prevalezca y poder hacer de Sor Juana Inés de la
Cruz no una devota esposa de Cristo —como según todos los testimonios de sus
coetáneos fue—, sino una “mujer iluminada” de la new age (cf., en efecto,
el libro de Guillermo Schmidhuber Dorothy Schons, la primera sorjuanista, pp.
21-22).
La denigración de
Diego Calleja buscada por el estudioso llega al extremo de insinuar que el
intercambio epistolar que mantuvo con la poetisa careció de importancia. En
caso contrario, inquiere en su artículo, “¿por qué no incluye esas cartas o al
menos algunos párrafos en Fama y obras póstumas, junto a la mayor de las
cartas de la monja: la Respuesta a sor Filotea?” (p. 253). La
contestación a tan incisiva pregunta se halla en la pregunta misma: porque la Respuesta era una carta de Sor Juana en una obra de Sor Juana (y a quien hace
esta interrogación se le escapa que el fruto de la correspondencia de don Diego
con ella está, precisamente, en la protobiografía, como él mismo admite cuando
asegura que, para escribirla, “Calleja contó con las cartas enviadas por sor
Juana” (p. 248). En esta línea, Schmidhuber sostiene que “sor Juana nunca lo
mencionó en sus escritos” (p. 227), pero se trata de una aserción infundada,
porque es un hecho que no poseemos todo
lo que escribió la religiosa). De seguir el criterio del académico,
¿cuántas cartas de cuántas personas debieron haberse incluido? Además, el
editor era Castorena, no Calleja.
Por supuesto, el descrédito del jesuita incluye
el de Sor Juana, pues quitarle a ésta el mérito de su devota entrega final es
quitarle su mayor galardón (aunque de menor magnitud, algo semejante ocurre con
la disputa por la fecha de nacimiento, en tanto que, según Schmidhuber, “al
haberle recortado casi tres años a su primera infancia, la niña aparece como
genio con demasiado [sic] arrestos [?]”
(p. 254). Al sorjuanista parece incomodarle la precocidad de Juana Inés. Empero,
deja de lado las palabras del arzobispo-virrey, atestiguadas por la virreina
condesa de Paredes, cuando refirió que “recién venida [a la ciudad de México], que sería de catorce años, dejaba
aturdidos a todos, el señor don fray Payo decía que en su entender era ciencia
sobrenatural” —Hortensia
Calvo y Beatriz Colombi, Cartas de Lysi.
La mecenas de Sor Juana Inés de la Cruz en correspondencia inédita, p. 177).
Por si no bastara, fiel a su intento secularizador,
Schmidhuber de la Mora asienta estrambóticamente que ¡“la monja no murió como
mártir [sic] porque no hubo una
epidemia «tan pestilencial»”! (p. 254). ¡Cual si la virtud estuviera en el número y no en la
disposición del alma!
Como el hermeneuta se imagina haber
despachado definitivamente la crónica de Diego Calleja al reino de lo
inservible, se aventura a sentenciar que “una nueva biografía de sor Juana ha
de escribirse para integrar la información fidedigna y documental que se ha
descubierto en el siglo XXI” (ibid.).
Curiosamente, a pesar de haberla citado en cuatro ocasiones en su artículo, Schmidhuber
olvidó de pronto que dicha biografía ya existe, y se intitula Sor Juana Inés de la Cruz. Doncella del
Verbo. Originalmente, fue parte del proyecto de edición de unas obras
completas de la Décima Musa concebido en la primera década de la actual centuria
por la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad de Navarra, la
Universidad Iberoamericana y la Universidad del Claustro de Sor Juana. En el
proyecto participó un nutrido grupo de reconocidos sorjuanistas, entre ellos
Guillermo Schmidhuber de la Mora. A quien esto explica se le encomendó componer
la biografía de la poetisa. El plan no prosperó, y yo publiqué el libro en
2010, incorporando en él toda la “la información fidedigna y documental que se
había descubierto” hasta entonces (en rigor de verdad, tras su difusión, Doncella del Verbo parece haberse
convertido en la tácita inspiración del creciente número de expertos que ahora
—y sólo ahora—, siguiendo su modelo, clama que es necesario cruzar datos y
rebuscar en los archivos para documentar las hipótesis). La segunda edición,
que está al salir, integrará, satisfaciendo el deseo de nuestro exégeta, “la
información fidedigna” que luego de
2010 “se ha descubierto”. Según se aprecia, no hace falta escribir una “nueva
biografía de sor Juana”.
Para terminar, deseo
manifestar mi estupefacción ante el hecho de que mientras en su libro Amigos de Sor Juana Schmidhuber preconizó
la fraternidad universal de los sorjuanistas cuando proclamó que “todos nos
debemos admiración. Eso es lo único de [sic]
lo que podría exhortarnos sor Juana; ella no querría que hiciéramos autopsias
críticas los unos de los otros” (p. 190), mientras preconizó tal fraternidad —repito—,
en el presente artículo el académico, lejos de demostrar admiración hacia Diego
Calleja, lleva a cabo una fiera “autopsia crítica” de su vida y obra. ¿Acaso el
jesuita no es amigo —y más amigo que
todos los vivos— de Sor Juana? Si
bien en lo personal siempre he estado en desacuerdo con este superficial
irenismo —pues pienso que solamente lo verdadero merece nuestra admiración, y
la falsedad, venga de quien venga, debe ser combatida (¿a la Fénix no le
indignaría, por ejemplo, que la tacharan de hereje, rebelde, feminista, lesbiana
y el resto de linduras que el común de los sorjuanistas, sin evidencias sólidas, acostumbra endilgarle?)—, juzgo lamentable
la, por decir lo menos, inconsistencia de quien se escandaliza de las “autopsias
críticas” que se hacen a los modernos, mas no tiene empacho en practicárselas a
los antiguos.
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